Se regocija en Dios

Sermón del 4. Adviento

La Epifanía – Ciudad de Guatemala

19 de diciembre de 2021

Pastor Thomas Reppich

Quito 2014

San Lucas 1, 46

Entonces María dijo: „Mi alma enaltece al Señor y mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador, porque ha mirado la bajeza de su sierva.“

Queridos hermanos,

„A ustedes les falta algo“, me dijo alguna vez un católico. Lo miré de manera sorprendida y no supe qué me quería decir.

„¿Qué quieres decir?“, le pregunté con razón.

„¡Piénsalo!“, me animó.

„¡Dime!“, le respondí. Yo no quería jugar a las adivinanzas.

„A ustedes les falta la Virgen María“, lo escuché decir, como si me quisiera hacer sentir celos por un un cromo que todavía no tenía en mi colección.

Si. Debo admitirlo hoy también: nos hace falta aquella veneración de María la Madre de Dios. Sobre todo en los países de América Latina ésta se puede percibir de manera especial. Mientras que en Europa en muchos cruces de camino hay un crucifijo, aquí muchas veces encontramos a la Virgen María o alguno de sus „descendientes“ para los creyentes. 

En mis reflexiones sobre la veneración a María, recuerdo un escrito de Lutero, que durante mi tiempo de estudio me marcó hasta hoy. Allí dice:

De igual manera, de nada le sirve al alma que el cuerpo se vista de ornamentos sagrados -como hacen los curas y eclesiásticos-, que more en iglesias y lugares santos, que trate cosas sagradas; ni tampoco que rece corporalmente, que ayune, que peregrine, que haga todas las buenas obras que pueda realizar siempre en y por el cuerpo. Es algo muy distinto lo que se exige para conferir al alma la justicia y la libertad. Todas estas cosas, obras y actitudes sobredichas puede poseerlas y ejecutarlas también un impío, un simulador o un hipócrita; lo único que de ellas puede salir es un pueblo de hipócritas, y, viceversa, en nada se perjudica el alma si el cuerpo viste prendas mundanas, si anda por lugares profanos o si come, bebe, no peregrina ni reza y prescinde de todas esas obras que hacen los mencionados hipócritas.

(Martin Lutero, La Libertad Cristiana, 1520, traducción Edgardo Salvucci)

En el semestre de verano de 1981 leí por primera vez el texto de Lutero y escribí un trabajo de seminario sobre el mismo. Lo que Lutero decía inmediatamente fue obvio para mí. Yo no tenía que dejar de vestir ornamentos sagrados, porque nunca los vestí. 

Las peregrinaciones y el ayuno me eran ajenos por mi origen. En esos casos no me hubiera faltado algo al renunciar a ello. Fingir algo ante los demás estaba fuera de discusión. Las palabras de mi abuelo „un hombre una palabra“ me marcaron muy temprano. Si, podía admitir internamente, a mi me faltaba algo de las costumbres religiosas. Pero con Lutero entendí que esa falta no representaba una pérdida.

Mirando hacia atrás, me pregunto hoy, sobre todo con mi larga experiencia aquí en América Latina, si tal vez sí me falta algo. Recuerdo bien la convención regional en Quito en el año 2014 cuando participamos transitoriamente de una procesión. Con una mezcla de incomprensión y fascinación observé a una docena de hombres como cargaban sobre sus hombros un gigantesco cuadro de María y eran recibidos por una muchedumbre jubilosa. Mientras tanto ellos avanzaban unos pasos y retrocedían otros.

A sí mismo pienso en la costumbre de las madres, en algunas películas, de enviar a sus hijos de camino con la bendición de la Virgen – independientemente de la ocupación que tengan éstos – ya sea la de narcotraficante o de médico en un hospital.

Con todas las facetas, que me dificultan, venerar a una persona en concreto y con ello exaltarla o elevarlas incluso hasta el cielo, mi opinión si es que los personajes excepcionales de la historia merecen respeto y estima. 

Volvámonos hacia María, que fue sorprendida con su embarazo. María resalta en su himno una cosa por encima de todas las demás: Dios es quien se volvió hacia ella. La bendijo con el fruto de su vientre. A pesar de toda „bajeza“, como ella dice, se le presentó como su salvador. Pues con su poder pudo convencer a José de asumir el destino de María.

María experimenta la presencia de Dios en una situación decisiva en su vida. Ella alaba su misericordia que a través de muchas generaciones y géneros es otorgada a aquellos que sufren necesidades. En el fondo la historia de María es una historia de salvación.

Cuando los pobladores de un país como Guatemala, además con sus raíces indígenas, veneran en una procesión a María, entonces tal vez hay mucho más detrás de todo eso de lo que estamos acostumbrados a ver con nuestra mirada protestante: una persona que es exaltada y venerada, de la que uno espera algunas veces en la vida intercesión ante Dios para que el propio destino pueda mejorar. Esto no lo entiendo. Para mi es demasiado importante poder interactuar directa e inmediatamente con Dios, sin intermediarios. Por otro lado, si pensamos en el destino de María, si recordamos que Dios está del lado de los necesitados, entonces podría incluso participar en una procesión.

Por mucho que Lutero tenga razón con su renuncia a la veneración de los santos, él deja de lado un aspecto muy importante: la historia de Dios con nosotros los humanos se cristaliza una y otra vez en personas muy concretas. El hecho de que otros y en ocasiones nosotros mismos, nos convirtamos en puntos de luz en  lo que a menudo es una historia de la humanidad muy oscura, nos  lo recuerda, sin convertirnos inmediatamente en santos. Seguimos siendo culpables, cometemos errores y somos carga para los demás.

Llevamos esta creencia en nosotros, se lo confesamos a aquellos que buscan ayuda en su vida.

Honrar a una persona por lo que fue – también para nosotros muy personalmente mientras estuvo viva – no lo tiene que enaltecer. Cuando miramos la foto de un familiar, recordamos a esa persona y sobre todo lo que nos unió a ella, los momentos valiosos que compartimos, lo importante que fue para nosotros. ¡Gracias a Dios!

Entonemos la alabanza de María: Mi alma enaltece al Señor y mi espíritu se regocija en Dios, mi salvador, porque miró la bajeza de sus hijos. Amén