
Sermón del domingo Rogate
La Epifanía – Ciudad de Guatemala
09 de mayo 2021
Pfr. Thomas Reppich
Sirácides (Eclesiastés) 35,16-21
16 (Dios) Ayuda a los pobres independientemente de la persona y responde a la oración de los oprimidos. 17 No desprecia los ruegos de los huérfanos o de la viuda cuando presenta su queja. 18 ¿No corren las lágrimas por sus mejillas, 19 y sus gritos no están dirigidos a quienes dejan fluir las lágrimas? 20 Quien sirve a Dios, es aceptado con placer, y su oración llega hasta las nubes. 21 La oración de un hombre humilde penetra las nubes, pero hasta que no está allí, no tiene consuelo y no cesa hasta que el Altísimo se ocupa de él.
Queridos hermanos,
queremos que otros nos vean como lo que somos. Nos sentimos comprendidos y aceptados.
Nos halaga cuando otros ven cosas en nosotros que no son pero que los hacen admirarnos. Esto lo llamamos vanidad, pero quien se salva de ella. Sin embargo, ella llega rápidamente a su fin, cuando no nos gusta ni un poquito lo que los demás ven en nosotros… incluso entonces cuando deberíamos admitir honestamente que es así en ese momento.
La atención que disfrutamos por parte de los demás, el respeto que otros nos otorgan, la influencia que tenemos, no son insignificantes para nosotros. ¿Pero son al mismo tiempo parte de nuestra persona?
A veces se siente justo así. Si las personas no nos prestan atención, no tienen respeto por lo que hacemos, nuestro ser no tiene influencia sobre otros, también podría decir resonancia… si, entonces, esto nos puede golpear duro. Incluso entonces, si nos podemos decir a nosotros mismos con razón – las respectivas personas en este momento no me ven, no me perciben de ninguna manera, siguen una proyección interna.
Sin tener en cuenta a la persona es más que solo una frase de la cual hacemos uso cuando esperamos la ayuda libre de prejuicios de alguien.
Cuando oramos a Dios, queremos justo lo siguiente: que nuestra oración lo alcance, sin que tenga en cuenta lo que nos define como persona.
Al mismo tiempo deseamos, por muy absurdo que esto sea, que Dios nos vea tal cual somos. No obstante, que no nos juzgue por lo que somos y lo que mostramos. Que escuche nuestro grito. Que sienta que hablamos en serio. Sobre todo serio por aquello por lo cual nos dirigimos a él.
Del juego de las escondidas en nuestra infancia conocemos la ambivalencia entre no ser encontrados por mucho tiempo, es decir, no ser vistos y el sentimiento de miedo de no ser visto al final. Dependemos de ser vistos. Desde que éramos niños pequeños era difícil para nosotros manejar el hecho de que todos a nuestro alrededor desaparecieran de nuestro campo visual. No queremos estar eternamente sin ser vistos y abandonados.
Puede pasar mucho tiempo hasta lograr llegar hasta alguien con una petición. Tenemos que presentar nuestra petición una y otra vez hasta que finalmente alguien se haya apersonado de ella.
¿Las personas prestigiosas entonces tienen más éxito? ¿Alcanzan m¡as rápidamente la meta de sus esperanzas y anhelos? ¿Pueden ellos poner más en el platillo de la balanza para ablandar a alguien o hacerlo actuar por sentimientos de culpa?
A veces queremos sacudir a Dios para despertarlo. Tenemos la impresión de que está dormido, como lo dijo alguna vez directamente un salmista. Nuestros pensamientos con frecuencia nos pueden llevar a caminos equivocados. Por eso, con todo lo que nos da vueltas en la cabeza, con todo lo que consideramos tan importante, que Dios debería hacerse cargo de ello, perdemos de vista que la oración también significa: silencio, sosegarse, encontrar la paz ante Dios.
Poco a poco, a medida que se hizo más interior y más interior en oración, cada vez tenía menos que decir y finalmente enmudeció completamente. Se volvió mudo, si, lo que es aún más opuesto a hablar que el silencio, se volvió alguien que escucha. Él había pensado que orar es hablar; él aprendió: orar no es solo callar, sino es escuchar. Y es así como es; orar no significa escucharse a si mismo hablar, sino que significa llegar allí, a callar y permanecer en el silencio y esperar hasta que el que ora escucha a Dios.
Sören Kierkegaard
Acojamos este pensamiento en nuestras oraciones. Comenzamos a callar para que Dios pueda hablar y nosotros lo escuchemos.
Amén.