Vanidades V

“¿Qué quiere decir entender?  Solamente digo, que considero la idea de una relación permanente con otra persona como retrógrada.”

Ensimismada ella miró por la ventana. Después de un rato se volteó hacia él. Su mirada descansó sobre él.

“Para poder entender, quiero decir primero que todo a uno mismo, hay que haber reconocido quién se es.”

“No te puedo seguir.”

“¿No se basa toda comprensión en la suposición errónea de que mi propio marco de interpretación personal es comprensible para otros? ¿Pero cómo puede otro comprender mi manera de pensar y las intenciones de mis acciones si muy a menudo esa comprensión de mi mismo está más allá de mi?”

“Entonces las relaciones fracasan por escasez de comprensión mutua?”

“No, así no se puede decir. Es el malentendido el que hace que las relaciones entren en crisis.”

“¿Malentendido?”

“También podría decir: la vida me enseña a “no entender”. En algún momento todos comprendemos que sabemos poco. Tal vez solo una cosa, que todo está en una transformación constante, el propio ser tampoco es duradero.”

“Me aturdes, Miriam.”

“No soy yo, es la vida la que te aturde o mejor lo que haces con ella sobre todo en tu retrospectiva y recuerdo.”

El sacude la cabeza.

“¿Estás seguro que tu esposa no te perdonó hace rato tu error de una sola vez? Pero no tiene nada más y por eso se aferra a eso.”

“¿Realmente quieres saber por qué en aquel entonces? Tu ya sabes.”

Ella sacude la cabeza con una mirada despectiva.

“Tu eres demasiado cobarde para decir lo que hiciste. Y eso después de tantos años.”

“También pensé que lo habías superado hace rato. En algún momento es suficiente.”

“¿Entonces crees que debería ser más considerada contigo? ¡Ven mi pequeño! Déjate abrazar. De verdad que te toca duro conmigo.”

“¿Quieres o no?”

“¿Qué? Sexo casual? Siempre. Adelante.”

“¿Entonces lo superaste?”

“¿Qué?

“No haber tenido hijos.”

“No creerás que realmente que te hubiera querido como el padre de mis hijos. Tan infiel como eras.”

“No voy a volver a hablar de ello. Aprovecha la oportunidad.”

“Siempre fuiste muy bueno en aprovechar oportunidades. Vas a la cama con la primera que encuentras. ¿Por lo menos fue agradable? Me puedo acordar que en esos días estabas bastante débil. ¿Lograste tener una erección?”

“Quieres que me extienda en detalles sobre esa noche?”

“¡Ahórramelo! Me lo puedo imaginar. Entonces desahógate. ¿Qué te llevó a los brazos de otra? No digas que tengo la culpa. Porque eso no puede ser. Antes de aquella noche estaba enamorada de ti. Incluso hubiera podido vivir con la idea de no tener hijos.”

“¿De verdad?”

“Crees que me divertí noche tras noche?”

Él escuchó. Por un momento pensó que se iban a comprender. ¿Por qué nunca habían hablado realmente sobre el tema? En ese entonces habían sido dos almas introvertidas y silenciosas, ya sin capacidad de hablar sobre lo obvio. Habían hecho suyo el tema de “vamos a tener un hijo”. De una posibilidad surgió una obsesión, algo que se reprochaban mutuamente una y otra vez. Al final todo deseo y pasión se quedó en el camino. Todo lo que habían vivido como bello y placentero se tornó en un proceso mecánico. En algún momento él comenzó a agendar reuniones por las noches. Regularmente él huía hacia la cama temprano, pretendía querer leer algo y se hacía el dormido cuando Zahra venía. En otras ocasiones, cuando él se acercaba otra vez a su deseo de tener un hijo, ella lo rechazaba. Llevaban mucho tiempo involucrados en el boxeo imaginario de sombras, es decir luchando contra si mismos y se lo contaron a todos los que no querían saber nada de ello. Se encontraban cada vez más con miradas sigilosas. Ya casi no se miraban. Él se despertaba en las noches y vagaba por toda la casa por largo tiempo. Una noche se quedó por mucho rato delante de la puerta de la terraza. Desnudo, tenía frío y observaba el jardín iluminado por la luna llena. Hacía algún tiempo había soñado contemplar niños jugando, columpiándose, haciendo castillos en la arena o jugando a las escondidas. En esa noche por primera vez maldijo la idea de tener un hijo. No a cualquier precio. No se puede forzar la vida y mucho menos la vida de otros. A la mañana siguiente quería hablar, confiar en Zarah, hablar sobre sus preocupaciones y estaba convencido de que ella lo entendería. Él durmió la mitad de la mañana. Cuando entró en la cocina, ella hacía mucho tiempo se había ido. Sobre la mesa de la cocina había una nota “Esta noche me demoro. No me esperes.” Eran cada vez menos capaces de volver a estar en una unión despreocupada. Cada uno iba por su propio camino, se encontraba con amigos o se quedaba sentado por horas frente al televisor. Ocurría cada vez con más frecuencia que uno de ellos no encontrara el camino desde el sofá a la cama. ¿Qué hubiera pasado si uno de ellos hubiera tenido el valor de hablar sobre el tema?

“¿No querías al fin decir algo?”

Zarah lo sacó de sus pensamientos.

“¿Yo?”

“¿Quién sino tu? ¿Ves a alguien más aquí? Pero probablemente se te volvieron a acabar las palabras. Te doy un minuto. Si hasta entonces no te pones las pilas entonces es todo por hoy. Puedo pasar mi tiempo de una manera más agradable.”

“En eso somos maestros desde hace bastante tiempo.”

“Cuarenta y cinco segundos.”

“¡Deja eso!”

“Treinta y siete segundos.”

“Si quieres que comience, deja el disparate. También puedo comenzar sin él.”

“Veinte segundos.”

“Estoy hablando contigo.”

“Diez, nueve, ocho, siete, seis.”

Él la hubiera querido estrangular.

“Cinco, cuatro, tres, dos.”

“¡Para ya! Así no puedo comenzar.”